Historia del Salón Nacional de Bellas Artes

siglo-arte-argentino_CLAIMA20150905_0019_4Portada del catálogo del Salón Nacional de Bellas Artes de 1926.

Más de un siglo de arte argentino. Salón Nacional de Artes Visuales. Historia y actualidad de un formato cuyos sentidos se fueron transformando con el paso de las décadas.

Por ANA MARIA BATTISTOZZI (Revista Ñ)

Estrenado hace 104 años, el Salón Nacional es un fenómeno de una curiosa persistencia cuyo formato remite al esplendor europeo de los siglos XVIII y XIX. Su soprendente vigencia no podría ser analizada al margen de los cambios que en la última mitad del siglo XX experimentó el formato exhibición. Sobre todo a la luz del sistema global de ferias y bienales que lo desplazó como plataformas de visibilidad y consagración de novedades artísticas. ¿Qué poderoso atractivo despierta el Salón Nacional para importantes sectores de la escena artística local? ¿Cuáles son los rasgos que hacen de él un espacio de referencia pese a cambios tan radicales que por fuerza no lo tienen como espacio consagratorio de prestigios globalizados? ¿Cuántos artistas se abstuvieron de enviar su producción a sus concursos para no contaminarla con un formato considerado vetusto? ¿Qué itinerario trazó el Salón Nacional a lo largo de su trayectoria que lo hizo apetecible y al mismo tiempo motivo de rechazo? Nada como repasar esa trayectoria para encontrar respuesta a tantas preguntas.

Si bien la irrupción del Salón de Bellas Artes se produjo al despuntar la segunda década del siglo XX como parte del impulso modernizador que animó a los hombres de la década del 80 y, entre otras cosas, alumbró el nacimiento del Museo Nacional de Bellas, el modelo de referencia fueron los salones europeos. En especial el francés, del que habían participado destacados artistas argentinos, entre ellos Eduardo Sívori. Desde el siglo XVIII el Salón representó en Europa uno de los mayores impulsos democratizadores en materia de producción y consumo artístico. Pero lo cierto es que para 1911 el modelo ya había experimentado varias crisis de autoridad a lo largo del siglo XIX, una dinámica que no tardó en replicar la versión local transcurridas apenas un par de ediciones. No cabe duda por otro lado que el enorme esfuerzo que implicó poner en marcha la gran Exposición Internacional de Arte del Centenario debió haber alentado la intención de alguna forma de continuidad en el ámbito local. Así, no es por mero azar que el Salón Nacional le sucediera casi inmediatamente, cuando los ecos de la gran exhibición internacional aún resonaban en los entusiasmos locales. Aquella recordada exhibición que duró cuatro meses trajo a Buenos Aires pinturas y esculturas procedentes de Gran Bretaña, España, Francia, Austria, Hungría, Alemania que no sólo puso en contacto a la sociedad porteña con algunos nombres ya consagrados en los círculos intelectuales europeos como Manet, Lefébre, Anglada Camarassa y Zuloaga, sino que hizo reflexionar sobre las condiciones que serían necesarias para alentar el desarrollo de un arte nacional.

Así desde sus comienzos el salón se erigirá en el espacio privilegiado para hacer lugar a un “arte nacional”, entendido esto como un arte que debía reflejar una temática propia a través del paisaje y tipos físicos regionales llamados a fortalecer la representación de “lo nacional”. Podría decirse que aún desde esta perspectiva tan dirigida en una dirección precisa, el Salón concitó la expectativa del núcleo más destacado de artistas locales, muchos de los cuales habían protagonizado las principales iniciativas en pos de la construcción de un campo específico del arte. Se contaban entre ellos Eduardo Sívori, Walter de Navazio, Carlos Della Cárcova Pío Collivadino. Pero fue esa orientación tan definitiva que sostuvieron con empeño los miembros de los jurados de selección que no tardó en suscitar críticas y rechazos. Apenas tres años después de inaugurado, la reacción ante una actitud que parte de los artistas consideró excluyente dio lugar al Salón de Recusados que se presentó en octubre de 1914 y fue en gran medida alentado por muchos de los Artistas del Pueblo. El argumento de esta primera secesión era que en las tres primeras ediciones el jurado había puesto de manifiesto una mirada sesgada que no sólo los discriminaba sino que ponía de manifiesto el gusto de una elite. El Premio de Pintura de 1911 otorgado a Antonio Alice por “Retrato de la Sra. A.B.P” es en cierto modo testimonio de ello. La idea de los “recusados” fue ofrecer al público un corpus de obras y una visión que le permitiera establecer comparaciones con la selección oficial. Es muy probable que la visión militante de los Artistas del Pueblo haya contribuido en gran manera a fogonear tal escisión. Pero al parecer el malestar frente a la organización o las condiciones de premiación no era exclusivo de este grupo de artistas. Ese mismo año Fernando Fader, que fue premiado por su obra “Los mantones de Manila”, una pintura que hoy integra el patrimonio del Museo Nacional de Bellas Artes, se permite rechazarlo. Su argumento fue que, dado que se trataba de un “Premio Adquisición” la cifra ofrecida era menos de la mitad de la evaluación de mercado. La actitud de Fader constituyó un fuerte llamado de atención, algo que podía permitirse un artista que gozaba de un alto prestigio y un reconocimiento material por parte del mercado.

De allí en más tanto Fader como Pettoruti o Curatella Manes, otros destacados artistas que habían forjado su prestigio en prolongadas estadías de formación en Europa, establecerán una distancia crítica con el Salón. Enviarán sus obras a concurso pero al mismo tiempo, y para la misma época expondrán en salas comerciales de la calle Florida.

Las tensiones entre los artistas concursantes y los criterios de selección implementados por los jurados no tardaron en generar nuevas críticas y disidencias. Una protesta se hizo eco de esta disconformidad ante la selección de 1918 y dio lugar al Salón de Artistas Independientes.

De todo modos la sucesión de controversias hizo que el Salón se hiciera más permeable al arte moderno, cuyos aportes de nuevos lenguajes no habían despertado mayor interés por parte de los jurados demasiado interesados en jerarquizar los valores de un “arte nacional”. Un grupo de artistas integrado por Víctor Cúnsolo, Lacámera, Gutero deslizó los primeros atisbos de la visión moderna. Diez años más tarde Gutero obtiene el Primer Premio en 1929 por la gran pintura “Feria”. Si el paisaje fue una de las formas en que se afirmó el arte nacional, también la modernidad a través de las influencias del cubismo y la estética de Valori Plastici o Novecento se puso de manifiesto a través del paisaje y del retrato.

Al concurso del Salón de 1935 Berni envía la “Mujer del sweater rojo”, que responde a esta tipología. Junto con ella remite también la obra a escala mural “Desocupación” o “Desocupados”, realizada en 1934 al temple sobre arpillera, que será rechazada. Forma parte de la trilogía de obras a escala mural que dan cuenta del cruce que Berni realizó entre el muralismo de Siqueiros, la tradición renacentista de la pintura mural y el surrealismo.

A medida que la experimentación de las vanguardias fue acelerando los cambios en la producción artística, el salón quedó rezagado como plataforma de consagración. El régimen de selección y la burocracia que llegaron a alimentar sus reglamentos contribuyó a que buena parte de los artistas más reconocidos perdieran interés en él. Con todo, la estructura organizativa se fue modificando así como también el modo de integrar a los jurados que garantizó dos miembros elegidos por los concursantes, lo que al fin terminó con una casta de artistas “saloneros” que, si bien obtenían los premios, no siempre esto era acompañado por el reconocimiento de su pares y especialistas destacados.

Los 60 favorecieron el reingreso de artistas reconocidos por su rol en los movimientos de vanguardia. Rómulo Macció obtuvo el Gran Premio de Honor de 1967. Pero cuatro años más tarde, en 1971, el Palais de Glace, sede del Salón, fue testigo de uno de los episodios más negros de su historia: la censura de las dos piezas premiadas ese año con los máximos galardones por el jurado integrado por Kosice, Osvaldo Romberg, Eduardo Rodríguez, Luis Felipe Noé y Alejandro Puente. Se trataba de “Made in Argentina”, la obra conjunta de Ignacio Colombres y Hugo Pereyra que aludía a la picana eléctrica y la tortura, y también “Cárcel”, la pieza de Gabriela Bochi. Esta última era una puerta de celda que tenía en su frente una lista de presos políticos. Un año antes de la masacre de Trelew, esto no hizo sino denunciar la imposibilidad de conciliar el salón oficial del gobierno de Lanusse ya no con la vanguardia sino con un mínimo régimen de libertades públicas.

En la última década el salón se actualizó en reglamentos y nuevas disciplinas que dejaron atrás la casi exclusiva tradición pictórico-escultórica del siglo XIX. La pregunta a la luz de todo esto es si fueron estos cambios los que ampliaron las expectativas de los artistas en ese horizonte o solamente la perspectiva –legitima, por otro lado– de contar con una pensión a la que el Estado argentino, por fuera de este régimen de premiación, no ofrece mayores alternativas.

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