Las mortíferas pandemias que provocaron la caída del Imperio romano

La propagación de enfermedades infecciosas y el cambio climático fueron la causa del derrumbe de la Antigua Roma, según un historiador británico.

'Destruction', el cuadro de Thomas Cole que retrata un saqueo de Roma.

‘Destruction’, el cuadro de Thomas Cole que retrata un saqueo de Roma.

La leve tos del principio se tornaba violenta en los siguientes compases; pronto surgían los sarpullidos negros que inundaban los cuerpos de las víctimas de la cabeza a los pies. Los remedios eran más utópicos que efectivos, simbolizaban la sensación de desesperación total: orina de niño, polvo armenio o leche de ganado de las montañas. La mayoría de los romanos creía que aquella enfermedad era un siniestro castigo impuesto por el dios Apolo. Para Galeno, el médico de Pérgamo, abanderado del razonamiento científico, se trataba simplemente de «la gran plaga».

Se refería el cirujano y filósofo griego a la peste antonina, la primera pandemia de la historia humana causada probablemente por la viruela, que se desató en el año 165 y se propagó sin freno por todo el territorio del Imperio romano. Murieron unos siete millones de personas, un cálculo demoledor en comparación con las derrotas más sangrientas y catastróficas sufridas por las legiones, como en 378 en la batalla de Adrianópolis, donde un grupo de invasores godos superó al contingente principal del ejército de Oriente: 20.000 soldados y un emperador, Flavio Julio Valente, perdieron la vida.

Aquella calamidad está considerada como el mayor desastre militar en la historia de la Antigua Roma, pero sigue siendo una catástrofe cuantitativamente minúscula en semejanza con los efectos de la peste antonina. La lección, según Kyle Harper, parece obvia: «Los gérmenes son mucho más mortíferos que los germanos». Así lo defiende el historiador británico en su ensayo El fatal destino de Roma (Crítica), en el que analiza el papel de las enfermedades y el cambio climático en la caída de un imperio que parecía invencible.

«Los siglos de la historia romana tardía podrían considerarse la era de las enfermedades pandémicas. En tres ocasiones, el imperio se vio sacudido por episodios pandémicos con un alcance geográfico asombroso», refiere el experto. Además de «la gran plaga» del siglo II, un patógeno desconocido arrasó los territorios dominados por Roma en 249; y en 541, con explosiones de volcanes y temperaturas gélidas como telón de fondo, se produjo —y permaneció durante más de doscientos años— la primera expansión de la letal bacteria Yersinia pestis, el agente que causa la peste bubónica y negra.

Harper lo tiene claro: «Los grandes asesinos del Imperio romano fueron engendrados en la naturaleza. Eran intrusos exóticos y mortíferos llegados de fuera del imperio», como ese polizón procedente de Egipto en el siglo VI que desembocó en la plaga justiniana. Los índices de mortalidad de esta pandemia rondaron el 80% y la ciudad de Constantinopla, la capital, se convirtió en un apocalipsis de hambruna y montañas de cadáveres. El propio emperador quedó infectado, aunque fue de los pocos privilegiados que logró sobrevivir.

Las causas

La Antigua Roma fue una valiosísima pionera en obras de ingeniería civil, como los baños, las alcantarillas o los sistemas de agua corriente. Todas estas mejoras en la vida diaria aplacaron los efectos más temidos de la eliminación de residuos. Pero no eran ni mucho menos infalibles. En la Ciudad Eterna, donde se calcula que habitó hasta un millón de personas, la pobreza y las condiciones de insalubridad asomaban en cada esquina, con el detonante criminal que esa situación provocaba.

La gente apenas se lavaba los manos y era imposible impedir la contaminación de los alimentos, la urbe estaba infestada de ratas y moscas y pequeños animales graznaban en callejones y patios. Roma era era el hábitat idóneo para el desarrollo de pequeñas enfermedades infecciosas que podían culminar en diarreas mortales. Más allá del centro neurálgico del imperio, la conectividad global que impulsaron los romanos con sus conquistas y caminos también facilitó la transmisión de todo tipo de bacterias y virus.

«Fuera de las ciudades, la transformación del paisaje expuso a los romano a amenazas igual de peligrosas», escribe Harper. «Los romanos no solo modificaban paisajes, sino que les imponían su voluntad. Talaban y quemaban bosques. Movían ríos, drenaban cuencas fluviales y construían carreteras en los barrizales más intratables. La intrusión humana en nuevos entornos es un juego peligroso. No solo nos expone a parásitos desconocidos, sino que puede desencadenar una cascada de cambios ecológicos con consecuencias impredecibles. En el Imperio romano, la venganza que se cobró la naturaleza fue nefasta».

'Naumaquia romana', un lienzo de Giovanni Lanfranco.

‘Naumaquia romana’, un lienzo de Giovanni Lanfranco. Museo del Prado

Así lo demuestran los devastadores efectos de la peste antonina, la plaga de Justiniano y la plaga de Cipriano, que se desarrolló entre 249 y 262 y afectó también a todo el territorio imperial. El obispo de Cartago y predicador cristiano relató los síntomas que producía la enfermedad: desde fatigas y fiebre hasta heces sanguinolientas, infección grave de las extremidades o ceguera. La población de la ciudad del norte de África disminuyó en torno a un 62%: de unos 500.000 habitantes se redujo a 190.000, según menciona el historiador británico. En el resto de los dominios de Roma, la pandemia afectó por igual a soldados y civiles, habitantes de ciudades y pueblos. Los microbios se revelaron en el enemigo más letal.

«Los antiguos reverenciaban la temible oscilación de la diosa Fortuna, conscientes, a su manera, de que los poderes de la historia parecen una mezcla volátil de estructura y azar, de las leyes de la naturaleza y la pura suerte», concluye Harper. «Los romanos vivieron en una encrucijada fatídica de la historia humana y la civilización que crearon fue, en aspectos que no podían ni imaginar, víctima de su propio éxito y los caprichos del medio ambiente».

Fuente: El Español

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