Tomás Abraham: «Este libro es mi partida de nacimiento»

A los 15 años, el filósofo se encontró con un libro que lo inició en el pensamiento y le enseñó que podía hacer algo más que obedecer a sus mayores.

Tomás Abraham nació dos veces. La primera, del vientre de su madre. La segunda, de la lectura de una simple frase contenida en un libro de tapas duras. Con la fuerza de un relámpago, esas seis palabras dieron a luz a este pensador omnívoro e inclasificable que es, antes que nada, un gran cuestionador, un enemigo de las verdades cristalizadas por la costumbre o la falta de imaginación.

Hasta su verdadero nacimiento, Abraham fue un chico que juntaba figuritas, jugaba a la pelota, buscaba novia y coleccionaba revistas deportivas, como cualquiera de sus amigos. En una familia de costumbres rígidas, con un padre severo, era prolijo y obediente. La irrupción de un profesor particular de inglés provocaría una primera aunque imperceptible fisura en la tersa superficie de esos días. Era un hombre culto, había estudiado filosofía, y un día, en perfecto inglés, le habló a su alumno de Platón. Las charlas que se sucedieron le recordaron a Tomás un libro que le habían regalado dos años antes, a los 13, para su Bar Mitzvah: Historia de la filosofía. De Sócrates a John Dewey, de Will Durant. Hasta entonces, leer había sido un martirio al que su padre intentaba someterlo. Pero aquel libro rescatado del olvido le tenía reservada una sorpresa: era en verdad una llave.

Cuando lo abrió, la escena en la que Sócrates bebe la cicuta rodeado de sus discípulos se desplegó en una ilustración a toda página. Al pie, Durant había escrito un epígrafe cuyas resonancias lo persiguen hasta hoy: «Sócrates, primer mártir de la filosofía». Fue un fogonazo. Se podía morir por una fe, como Jesús. Incluso por amor. Pero, ¿morir por una idea? Obsesionado por esa revelación, Abraham empezó a buscar a Sócrates en los Diálogos de Platón y descubrió que aquel gran maestro era, antes que nada, un polemista, un hombre que lo discutía todo. «En mi casa nadie discutía nada -dice-. Había un mandato del jefe: las cosas son como son y no de otro modo. Sócrates me enseñó que podía hacer otra cosa además de obedecer.»

A los 15, Tomás empieza a leer de manera voraz, «en defensa propia». Y estrena, ya en su segunda piel, su vida como gran discutidor. «Empecé a romper las pelotas. Desde el profesor de Psicología hasta mi padre, discutía con todos. Pensar es oponer el pensamiento propio al de los otros, que buscan imponerlo. Nuestro mundo jerárquico impone una autoridad y no te da tiempo para cuestionarla. Este libro me abrió un tiempo personal y la posibilidad de encontrar mi deseo: ¿qué quiero? Pensar, desear, querer, todo eso se une en la búsqueda de un yo.»

En esa pesquisa aparecería otro libro que, junto con el de Durant, confirmaría a Tomás en su identidad: La edad de la razón, una novela de Sartre que integra la trilogía Los caminos de la libertad, en la que Mateo, joven escritor, cae en la apatía y se siente un fracasado a pesar de haber escrito un libro de éxito y vivir rodeado de mujeres. Abraham descubrió allí la figura del intelectual. Y le gustó. El filósofo que conocemos acaso es la síntesis de un par de opuestos: un mártir capaz de morir por sus ideas y un desencantado con aires existencialistas que no cree en nada.

Un día, muchos años después, el libro de Durant desapareció. Tomás lo fue a buscar en su biblioteca, que ocupa todas las paredes de su casa, y no estaba. Tampoco lo halló en casa de sus padres. Con dolor en el alma, lo dio por perdido. Cinco años más tarde, lo encontró en la librería de usados Leyenda, de Charcas y Coronel Díaz. Sí, ahí estaba, esperándolo como la primera vez, la Historia de la filosofía de Durant, publicada en Buenos Aires en 1961 por el editor Joaquín Gil. Las tapas eran verdes en lugar de rojas, pero decidió que era el mismo libro. Hubiera pagado lo que fuera por él. «Este libro es mi partida de nacimiento -dice, con todo el peso del Durant en las manos-. Cuando lo abro, vuelvo al primer día.»

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