Un día en la vida de un noble azteca

136_aztecas_1_1720x2000Cada mañana los nobles de Tenochtitlán, tras lavarse y desayunar, se dirigían al trabajo en el centro de la ciudad.

En Tenochtitlán, la hermosa capital del Imperio azteca, cada jornada empezaba al son de los tambores que tocaban los sacerdotes desde lo alto de los templos de la ciudad. Según escribía un cronista español, Diego Durán, al oír los timbales «los caminantes y forasteros se aprestaban para sus viajes, los labradores iban a sus labranzas, los mercaderes y tratantes a sus mercados y se levantaban las mujeres a barrer». También empezaba así el día para las clases nobles formadas por los guerreros, funcionarios y sacerdotes que regían el Imperio.
Con la salida del sol, en cada casa noble los sirvientes debían tener todo preparado para el cuidado de sus señores. Éstos dormían en una estera o petate, de aproximadamente 1,35 metros de ancho por 1,9 de largo, sobre la que se colocaban suaves mantas de algodón que servían de colchón. Al despertar los señores, los criados doblaban el petate y las mantas y los guardaban en baúles para dejar la sala despejada. La gente de condición modesta, en cambio, no disponía de mantas y se limitaba a doblar el petate y apoyarlo contra la pared para mitigar el frío o la humedad.

Ducha por la mañana

Hombres y mujeres se bañaban al menos una vez al día, utilizando jabón que hacían con el fruto del copalxocotl o de la raíz de la saponaria y secándose con suaves paños de algodón. Los varones, como apenas tenían barba, no necesitaban afeitarse, pero sí se peinaban, recogiéndose el cabello con una cinta roja a la que añadían exhuberantes plumas de pájaros tropicales que marcaban su alto estatus. Las mujeres, por su parte, se peinaban con la raya en medio y dos trenzas recogidas en lo alto de la cabeza, con las puntas hacia arriba (si estaban casadas). Disponían de cosméticos, pero preferían una cara natural porque, como escribió un cronista español del siglo XVI, el padre Sahagún, «poner colores en ella, por parecer bien, es señal de mujeres mundanas y carnales […] Lo usan las desvergonzadas». Hay que señalar que entre los nobles se practicaba la poligamia, y los hombres podían tener tantas esposas como su economía les permitiese.
Los nobles utilizaban ropas de algodón, largos especiales y adornos de plumas, oro o jade. El varón contaba con dos prendas básicas: el maxtlatl o taparrabos, que pasaba entre sus piernas y ataba bajo el ombligo, dejando caer una larga tira por delante y otra por detrás a modo de faldellín; y la tilmatli, una manta que se anudaba sobre el hombro izquierdo. La mujer llevaba el huipil, una blusa bordada de color blanco, y una falda hasta la rodilla que se sujetaba con una tira bordada como si fuera un cinturón. Los tejidos más apreciados eran los de la costa del golfo de México, por sus magníficos diseños; de aquella zona las mujeres aztecas importaron un poncho bordado, rematado con flecos. Se calzaban con sandalias llamadas cactli, cuyas suelas estaban hechas de fibra vegetal y piel, y tenían taloneras y cordones para ajustarlas.

Una vez aseados y vestidos, los varones se sentaban, con las piernas cruzadas y la manta colocada hacia delante, en unas sillas bajas elaboradas con fibra vegetal y madera. Así tomaban la primera comida del día, consistente en deliciosas tortillas de maíz recién tostadas, con algún relleno de carne o pescado, y una jícara de chocolate; todo ello servido en recipientes de la preciosa cerámica roja y negra de Cholula, que tanto gustaba a la élite azteca. En cambio, el resto de la población no ingería su primera comida –unas tortillas o una bebida de atolle, harina de maíz hervida– hasta que las bocinas marcaban desde el templo la segunda hora del día, alrededor de las nueve de la mañana.

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La hora de comer
Los nobles trabajaban en el centro ceremonial donde, además de los templos y adoratorios, estaban los palacios reales, las dependencias administrativas y las principales escuelas. Unos se dedicaban a asesorar al tlatoani o gobernante en los asuntos políticos y militares. Otros eran respetados jueces que dictaban sentencias de acuerdo al código legal, en un plazo máximo de ochenta días, o bien se ocupaban
de la administración de la hacienda y la recaudación de impuestos, de la que se encargaban los calpixques. Los sacerdotes instruían a los pequeños nobles en el calmecac o escuela, atendían los templos y preparaban las festividades. Los guerreros veteranos, por su parte, formaban a los jóvenes en el telpochcalli o escuela militar. Había asimismo inspectores que supervisaban que en el mercado no hubiera altercados, ni estafas en precios y medidas.
Según el cronista Diego Durán, «cuando era mediodía en punto los ministros del templo tocaban las bocinas y caracoles, haciendo señal que ya podían todos comer». Era el momento de hacer una pausa para tomar una comida frugal. Mientras que los más humildes bebían el atolle y comían tortillas con frijoles que se llevaban de casa, otros preferían acudir a alguna fonda de las que había en la zona del mercado, donde, según Hernán Cortés, se podía comprar bebida y comida «en casas donde dan de comer y beber a precio». En cambio, a los que permanecían en las dependencias del centro ceremonial les llevaban comida de las cocinas de palacio. Tras este corto descanso, todos volvían a sus quehaceres hasta la puesta del sol, cuando los tambores y las trompetas del templo sonaban de nuevo para marcar el fin de la jornada laboral.

Cenar tras un buen baño
De vuelta a casa, los nobles, antes de cenar, tomaban un baño de vapor en el temazcal, una estancia con una pared pegada al fuego de la cocina, que siempre estaba encendido para que el baño pudiera usarse en cualquier momento. En el temazcal se colocaban plantas aromáticas, como la cacaloxochitl, y los nobles se hacían dar masajes, normalmente por enanos que podían estar de pie en los bajos techos de este cuarto.
Tras el baño, los nobles se vestían con ropas limpias y se sentaban en torno a la mesa, cubierta por hermosos manteles. Los criados servían platos de carne, pescado y verduras, que se tomaban con trocitos de tortilla de maíz a manera de cubiertos, que se mantenían calientes sobre pequeños braseros de barro. Los sirvientes no sólo estaban pendientes de que no faltara comida o bebida, sino que a menudo pasaban aguamaniles para que los comensales se lavaran las manos, que se secaban en paños de algodón. Para beber se acostumbraba a tomar agua, aguamiel o zumos. El consumo de alcohol –en particular el pulque o uctli, que se elaboraba fermentando el jugo del maguey– estaba prohibido hasta los 52 años, edad en la que los nobles podían «jubilarse» y gozar de ciertas prerrogativas.
Al terminar la cena, los señores aztecas salían al patio principal de su residencia y, rodeados de flores y arrullados por el agua de las fuentes, se sentaban en cómodos cojines para paladear un buen chocolate espumoso y fresquito, endulzado con miel y vainilla o condimentado con chile, mientras disfrutaban de una pipa de tabaco  hasta que desde el templo los sacerdotes anunciaban la hora de dormir con las antorchas encendidas y con sus bocinas. Entonces, «se ponía la ciudad en tanto silencio –escribía Diego Durán– que parecía que no había hombre en ella, desbaratándose los mercados, recogiéndose la gente, quedando todo en tanta quietud y sosiego que era extraña cosa».

FUENTE: National Geographic

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