Hace 10 años, Roberto Bolaño empezaba su último año de vida. Mientras se pone a la cabeza de la literatura hispana, trabaja contra el tiempo en 2666, se separa de su mujer y la enfermedad lo acorrala.
por Por Roberto Careaga
Sospecho que en 1980 nadie, en Chile y la mitad oeste de Argentina, escribía como yo”, anotaba Roberto Bolaño el 9 de julio de 2002, en un mail para un amigo chileno. Hablaba de Amberes, una novela oscura y experimental que publicaría pocos meses después. La rescataba para ganar tiempo. Tenía algo más importante entre manos: 2666. Bolaño llevaba más de un año trabajando casi exclusivamente en esa novela gigantesca que cerraría su obra. Escribía contra el tiempo. Según sus cálculos, pronto saldría de circulación, por varios meses, cuando lo sometieran a un trasplante de hígado. Antes de entrar al quirófano, quería dejar lo más cerca del final el relato sobre los asesinatos en Ciudad Juárez. Casi lo logró. Antes llegó la muerte: un año después Bolaño falleció.
Después de 12 días sedado en la UTI del Hospital Valle de Hebron, de Barcelona, el autor de Los detectives salvajes murió el 15 de julio de 2003. No era un secreto para nadie que partía el escritor más importante de su generación. En parte, su estatus quedó fijado en su último año: alabado por la crítica británica y francesa, en su agenda se acumulaban las invitaciones para ferias de Europa y Latinoamérica; sus pares -Jorge Volpi, Rodrigo Fresán, Iván Thays y otros- lo iban a proclamar, tácitamente, su tótem en un encuentro en Sevilla. Un año público agitado que, en privado, fue mucho más intenso: a la escritura casi febril de 2666 se sumó el quiebre definitivo de su matrimonio y, sobre todo, el avance sin pausa de la enfermedad.
“El otro día, sin ir más lejos, me desmayé en el tren”, le cuenta en un mail a su amigo chileno Andrés Braithwaite, hacia fines de agosto de 2002. Es la cuenta regresiva de su hígado. Enfermo desde inicios de los 90, no fue sino hasta enero de 2002 que Bolaño decidió por fin apuntarse en la lista de espera por un trasplante. En tanto, abandonó el alcohol, cuidó las comidas y escribió, escribió y escribió.
Probablemente después de publicar Los detectives salvajes (1998) empezó a organizar el material de 2666, pero no fue sino hasta abril de 2001 que comenzó a escribirla. Antes ya se había contactado con el periodista mexicano Sergio González Rodríguez, quien le entregaba datos técnicos de los crímenes en Ciudad Juárez. Lo único que desvió su atención fueron los libros Una novelita lumpen y Amuleto.
Hubo más cosas: pide a Braithwaite que le envíe Umbral, de Juan Emar, y todos los “incunables de Lihn” que encuentre. No puede evitarlo y, al teléfono desde Blanes, salta a la polémica por el Premio Nacional de Literatura: “Isabel Allende es una escribidora”, dice, pero la prefiere a ella que a Volodia Teitelboim, quien lo ganará. Paralelamente, desde Francia, donde se publican Estrella distante, Nocturno de Chile y Amuleto, llegan las primeras sinopsis de su salto al mundo: “Asombroso”, lo llama Le Monde, mientras Libération y Les Inrockuptibles lo toman por el heredero de Borges y Cortázar.
Por esos días, en el verano europeo, Bolaño se queda por las noches con cada vez más frecuencia en su estudio, en la Calle del Loro. No es sólo por la escritura de 2666. La relación con su esposa, Carolina López, está fría. Llevaban un par de años con problemas, pero seguían viviendo juntos. El escritor ya está con Carmen Pérez de Vega, a quien presenta como su “novia”. Necesita una casa y donde primero busca es en Barcelona. Quiere volver a Barcelona. No encuentra nada. Se le cruza la idea de comprar una casa en el campo. Finalmente, es su esposa quien halla lo que busca: un piso en la rambla Joaquím Royra, en Blanes, al que se mudará en febrero de 2003. Solo.
“¡Colédoco maldito!”, solía decir, refiriéndose al conducto de su hígado que cada tres semanas lo obligaba a exámenes y exámenes. En octubre publica Amberes y desiste de venir a la Feria del Libro de Santiago. En diciembre recibe en su casa a su lazarillo en Ciudad Juárez, González Rodríguez. Apenas hablan de 2666, recuerdan el D.F. de los 70. El mexicano, de hecho, le lleva un café de La Habana, la cafetería mexicana favorita del escritor. Es tarde: Bolaño ya no toma café.
En febrero de 2003, poco después de sufrir una hemorragia, Bolaño cruza la frontera y viaja a Londres para lanzar By night in Chile. Es su primera traducción al inglés. De vuelta a España lo esperan exámenes. Le dice a Braithwaite que el trasplante avanza como una crecida del río Biobío. “Menos mal sé nadar”, anota. Poco después, otra hemorragia lo tumba. Toma una decisión radical: suspende la escritura de 2666. “No estoy para hacer el trabajo que exige”, dirá.
Aunque su enfermedad corría como un rumor, sólo el 18 de abril la hace pública en una entrevista. Cuenta del trasplante, del cansancio, los desmayos. No cuenta que pasó la Semana Santa en vela: en un accidente carretero podía estar su hígado. Diez días después cumple 50 años y en esa fiesta no está su esposa, sí Pérez de Vega. Justo antes, en una comida se reencuentra con Enrique Vila-Matas, con quien llevaba tres años distanciado.
El hígado acorrala a Bolaño. Aparecen náuseas. Junio lo pasa entrando y saliendo del hospital, preparándose para el trasplante: está tercero en la lista. Su tipo de sangre, B negativo, es escaso. “Es un tipo de sangre que tienen los que han escrito Los detectives salvajes”, bromea. En Chile, cuenta Marcial Cortés Monroy, un grupo de amigos intenta lo imposible: buscar un órgano para el escritor. Las gestiones llegan hasta el ministro de Salud, Pedro García. Imposible. Viajar está descartado.
Pero viaja: el 25 de junio llega a Sevilla para asistir al I Encuentro de Escritores Latinoamericanos. Le quedan 20 días de vida, pero entre Fresán, Volpi, Thays, Santiago Gamboa y otros se mueve sin pausa y con el humor de ser el protagonista. “Un imprescindible”, fue llamado Bolaño en la cita por todos los presentes, recuerda Thays, que en el día final lo vio pálido y con la mirada perdida.
El lunes 30 de junio va a las oficinas de Anagrama y, de improviso, le entrega a su editor, Jorge Herralde, un disquete con los cuentos de El gaucho insufrible. También anuncia que su proyecto final, 2666, serán cinco novelas independientes. Sólo La parte de los crímenes aún no estaba concluida. Horas después, Bolaño sufrió otra hemorragia. El 1 de julio es hospitalizado. Al tercer día cayó en una nebulosa de sedantes, de la que no regresó. Su nombre figuraba segundo en la lista de espera para el trasplante. Hacía rato estaba a la cabeza de la literatura hispana. Quizás desde 1980, cuando era un “salvaje de verdad” y ya escribía mejor que todos.
FUENTE: diario La Tercera, de Chile