19 de diciembre de 1916: termina la batalla de Verdún

El 18 diciembre 1916 finalizó la batalla de Verdún, la más larga y sangrienta de la Gran Guerra, que enfrentó a franceses y alemanes. Pero esta batalla, a pesar de su duración y dureza, no se convirtió en decisiva en el devenir del conflicto.

Soldados de artillería franceses en el frente de la Batalla de Verdún. Foto: CC

Una muestra del horror que se vivió en Verdún, un municipio francés situado en el departamento del Mosa y en la región del Gran Este, es el mensaje que un joven soldado alemán llamado Johannes Has dirigió a sus padres desde una de las trincheras del ejército germano: «Queridos padres, estoy acostado en el campo de batalla y tengo una bala en el vientre. Creo que me estoy muriendo». El 18 de diciembre de 1916 marcaría el final de aquella terrible carnicería, un escenario de horror en el que ahora reina el silencio. Aquellas trincheras donde tantos jóvenes vivieron y murieron se han convertido en una metáfora de la profunda cicatriz que se abrió entre Francia y Alemania.

Este podría haber sido el panorama del soldado herido que escribía a sus padres desde el campo de batalla. Así lo describió el corresponsal de La Vanguardia: «Los cuerpos están mutilados, vestidos con el uniforme militar hecho trizas, manchado de sangre, asqueroso. Los rostros están contraídos por espasmos macabros de rabia y de dolor supremos. […] Hay miembros sueltos, descuajados del tronco.»

Foto: Cordon Press

PREPARANDO UNA CARNICERÍA

«El final de la guerra de 1870, que enfrentó a los franceses y a los prusianos, se decidió en París; el de ésta se decidirá en Verdún», afirmó el káiser Guillermo II el 1 de abril de 1916, cuando la batalla, que llevaba seis semanas en marcha, ya se había llevado por delante más de cien mil vidas. La opinión del soberano alemán se basaba en el criterio del general Erich von Falkenhayn, que había abierto dos frentes, uno en Rusia y otro en Verdún. Indignado por la pedantería mostrada durante el conflicto por Von Falkenhayn, Erich Ludendorff, uno de los más brillantes generales de Alemania, llegó a decir de él: «Puedo odiar a ese hombre y le odio». Pero a pesar de lo que el general Ludendorff pudiera pensar de su colega, éste contaba con el favor del Estado Mayor y hacia finales de 1915 ya había concebido un plan de ataque en Verdún.

Los servicios de inteligencia alemanes habían informado de que la artillería y la infantería francesas se habían retirado de la zona para trasladarse a otros puntos donde se estaban dirimiendo encarnizados encuentros. Creyendo que con un rápido ataque al flanco francés daría un golpe de efecto a la contienda, Von Falkenhayn ideó una estrategia que obligara a los franceses a movilizarse hacia un mismo punto y una vez allí atacarles. Con la maquinaria alemana en marcha, Von Falkenhayn dispuso más de ochocientas piezas de artillería de forma estratégica, pero el mal tiempo lo obligó a posponer el ataque hasta que la lluvia remitiera.

LLUVIA DE FUEGO Y METRALLA

El 21 de febrero de 1916 a las 7:15 de la mañana se abrieron las puertas del infierno en Verdún. El Gran Berta, el temido cañón alemán de 420 mm capaz de lanzar proyectiles a doce kilómetros de distancia y provocar cráteres de seis metros de profundidad, o el efectivo Skoda 35 mm empezaron a abrir fuego. A las cuatro de la tarde ya habían caído del cielo más de un millón de obuses que convirtieron el suelo francés en un auténtico paisaje lunar, lleno de cráteres: las trincheras se habían hundido y la mayoría de sus defensores quedaron sepultados bajo el barro. Al teniente coronel Driant le pareció que el bosque «era barrido por una tormenta, un huracán de adoquines que crecía cada vez con mayor fuerza». Y eso sólo ocurrió durante el primero de los 302 días que duró la batalla.

En una jornada los cañones alemanes arrojaron un millón de proyectiles en suelo francés, llenando el terreno de enormes cráteres y sepultando los soldados franceses bajo el barro que se levantaba por las explosiones.

Foto: Cordon Press

El pintor y paisajista alemán Franz Marc, que se había alistado como voluntario unos años antes, escribió desde el frente: «He visto las cosas más terribles que puede concebir la imaginación humana». Un obús lo destripó el 4 de marzo, pero la crónica de aquella carnicería continuó de la mano de un soldado francés que manejaba una ametralladora: «La trinchera dejó de existir, había quedado sepultada. Estábamos agachados dentro de los agujeros hechos por los obuses, el lodo de cada explosión nos enterraba cada vez más. Nuestros propios soldados heridos o ciegos caían sobre nosotros rugiendo y gritando. Morían salpicándonos con su sangre». El 10 de abril, el capitán Cochin describió en una carta los primeros días del asalto: «Regreso de la prueba más dura de mi vida: cuatro días y cuatro noches, 92 horas, los dos últimos días sumergido en barro helado, bajo un terrible bombardeo, sin otro refugio que la estrechez de la trinchera que aparecía incluso demasiado ancha; ni un agujero, ni una cueva, nada […]. Llegué allí con 175 hombres; he regresado con treinta y cuatro, varios de ellos enloquecidos». Después de aquel ataque llovió sin parar durante doce días. La crónica oficial alemana dijo lo siguiente: «El agua en las trincheras nos llegaba por encima de las rodillas; no había ni una cueva que pudiera proporcionar un acomodo seco. El número de enfermos crecía de manera alarmante».

UN ÁNGEL DE LA GUARDA DE CUATRO PATAS

Erich von Falkenhayn había previsto que las fuerzas francesas se desangrarían durante los bombardeos, pero lo que no pudo prever es que durante el avance de la infantería ésta quedaría desprotegida de la artillería, y que la lluvia y la nieve convertirían los bosques de Verdún, arrasados por los obuses, en una enorme piscina de barro que no permitía avanzar a los pesados cañones. El encargado de organizar la defensa francesa fue el general Philippe Pétain, que ideó un sistema basado en la logística: mantuvo abierta la arteria principal que llegaba a Verdún, por la que circulaban 6.000 camiones diarios que sirvieron para alimentar a toda la población durante el asedio alemán. Conocida más tarde como la Ruta Sagrada, fue el propio Pétain quien dijo a su estado mayor: «On les aura!» (les cogeremos). Pero la frase más famosa salió de la boca de su segundo, el general Robert Nivelle, que arengó a sus hombres al grito de: «Ils ne passeront pas!», (no pasarán). Pétain coincidió en Verdún con Charles de Gaulle, por entonces un joven capitán de 25 años, que fue uno de los primeros en caer herido, aunque fue condecorado por sus audaces escuchas de las trincheras enemigas. De nuevo en el frente, De Gaulle fue herido con bayoneta, metralla, una mina y con gas, además de ser capturado por los alemanes y protagonizar cinco intentos de fuga.

Los datos de la Batalla de Verdún fueron terribles. Además de las 700.000 bajas (305.000 muertos y 400.000 heridos), cientos de miles de proyectiles destruyeron completamente el paisaje, un hecho del que se siguen sintiendo las consecuencias, pues actualmente hay 800 hectáreas repletas de explosivos no detonados. Este era el aspecto de Verdún tras los primeros bombardeos en febrero de 1916.

Foto: Cordon Press

Encargado de la defensa del ataque alemán en Verdún, el general Petáin tomó decisiones clave para contener la ofensiva como dejar abierta la línea de suministros que mantuvo con vida la ciudad a pesar del asedio. Años más tarde, se convertiría en líder del gobierno de Vichy, principal entidad colaboracionista con el régimen nazi durante la ocupación de Francia.

Foto: Cordon Press

No menos coraje que sus homólogos humanos demostró Satán, un cruce de galgo y collie entrenado como perro mensajero. En aquellos días una posición francesa estaba siendo masacrada por la artillería alemana y con ella sus defensores, a los que apenas quedaba munición. De pronto, los desesperados soldados franceses vieron una extraña silueta negra que atravesaba las líneas enemigas hacia su posición. Era Satán con una máscara de gas, unas alforjas y un mensaje atado al cuello. En ese momento, una bala alemana lo alcanzó en una pata y el perro cayó, pero volvió a levantarse y, cojeando, siguió corriendo hasta las trincheras francesas. El mensaje decía: «¡Por el amor de Dios, aguantad! Mañana enviamos refuerzos». En las alforjas que Satán llevaba atadas al lomo había dos palomas mensajeras. Los soldados anotaron las coordenadas de la artillería alemana y las enviaron con las palomas. Una de ellas fue abatida, pero la otra logró llegar a su destino y la artillería francesa consiguió silenciar definitivamente a la alemana y liberar a los suyos. Satán sólo tenía de diabólico el nombre porque en realidad se convirtió en un auténtico ángel de la guarda para el ejército francés.

UNA GENERACIÓN PERDIDA

El 18 de diciembre de 1916, y en plena víspera de Navidad, los cañones enmudecieron. Verdún se había salvado, pero a un precio descomunal: 700.000 bajas (305.000 muertos y 400.000 heridos), repartidas casi a partes iguales entre los dos bandos. El consumo de munición en los primeros siete meses ascendió a 24 millones de proyectiles, nueve pueblos habían sido borrados del mapa y el paisaje quedó calcinado. Los cuatro millones de proyectiles caídos sobre la colina de Mort-Homme, donde ahora se erige un monumento conmemorativo de la batalla, la convirtieron en un volcán de lodo y rocas. Aunque los bosques replantados en la década de 1930 han crecido y ocultan la mayoría de los cráteres provocados por los obuses, los actuales visitantes del campo de batalla aún pueden contemplar un panorama selenita moldeado por unos 50 obuses por metro cuadrado. Cien años después, el público tiene aún prohibido el acceso a unas 800 hectáreas de bosque, conocidas como Zone Rouge, debido al peligro de que los millones proyectiles que cayeron y que no explotaron en su momento puedan hacerlo por accidente. El Département du Déminage (departamento de remoción de minas) estima que en las colinas y bosques alrededor de Verdún quedan todavía doce millones de obuses sin detonar.

Quizás uno de los reporteros que mejor describió aquel horror fue Agustí Calvet Gaziel, el enviado de La Vanguardia, que en su crónica escribió lo siguiente: «En una fosa yacen un montón de cadáveres. ¡Su visión es horrible! Los cuerpos están mutilados, vestidos con el uniforme militar hecho trizas, manchado de sangre, asqueroso. Los rostros aparecen contraídos por espasmos macabros de rabia y de dolor supremos. Algunos cuerpos están despedazados. En el montón hay miembros sueltos, descuajados del tronco […]. Los circunstantes permanecen en un rudo mirar de infinita ternura ante los despojos horribles de sus hermanos, absortos, resignados, con los ojos encendidos por la santa esperanza de vengar su muerte».

Fuente: Historia National Geographic

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