¿Para qué sirve el arte contemporáneo?

Arte y nuevos medios

¿Pueden crearse obras de arte con los recursos que nos proporciona la nueva tecnología? La respuesta es, y será siempre, afirmativa. Si algo nos han enseñado los creadores de todas las épocas es que la necesidad humana por transformar cualquier material en productos más complejos y depurados es ilimitada. Por eso no debe extrañarnos que los medios tecnológicos despierten la curiosidad de los creadores contemporáneos. Es más: si quisiéramos encontrar una definición de lo que significa ser artista, diríamos que es la de una persona curiosa que toma los recursos que su época le ofrece para hacerse preguntas sobre sí mismo, sobre la naturaleza de los materiales con los que trabaja y sobre su entorno. El arte es un largo y tortuoso camino de conocimiento.

Un artista puede utilizar cualquier medio para que el público reciba el producto de semejante labor inquisidora del orden del mundo y de la propia sensibilidad. Sin embargo, todo lo que podamos preguntarnos sobre el “arte y los nuevos lenguajes” pasa también por otras dudas que tocan tópicos tal vez menos amables que el de la función del artista en la sociedad. Una de esas preguntas tiene que ver con el hecho de que eso que llamamos “nuevos medios” no sólo no son nuevos, sino que tienen una historia fuera de la institución cultural a la que tradicionalmente llamamos Arte. Hoy hay artistas que se apoderan de recursos que pertenecían y pertenecen a otros ámbitos que por alguna razón nunca hemos considerado, en todo el sentido de la palabra, “artísticos”. En nuestro mundo hay creadores cuya obra se desarrolla desde el cine, la publicidad, las tiras cómicas, el teatro, la danza, el video, la televisión, la prensa y la literatura. Eso nos trae un interesante problema a la hora de definir los hechos y de ordenar su historia. Observar que los artistas trabajan desde hace tiempo con semejantes recursos, mezclándolos, interviniéndolos y manipulándolos, suscita algunas polémicas que tienden a convertirse en proclamas apocalípticas.

Una de tales diatribas tiene que ver con que, para mucha gente, el arte se encuentra detenido y atrapado en sus propias manías. Dicen que es una institución cultural muerta, que ya no hay artistas importantes y que para ver “obras de verdad” hay que visitar el pasado que se guarda en los museos. De todas estas afirmaciones, la única que parece acercarse a la realidad es la que habla sobre los artistas, y conste que no es porque no existan o porque no trabajen; es que la labor desde los medios contemporáneos les da un tipo de importancia, de figuración y de presencia pública distintas a las que tenían en el pasado.

Hoy es posible que el artista ni siquiera toque los materiales con los que desarrolla su obra. A aquella idea del artista-artesano que manoseaba la tela, los pinceles y los lápices, que preparaba sus propias pinturas y que armaba sus propios bastidores, se le ha sumado la idea del artista que actúa a la usanza de un gerente que manda a su equipo de profesionales a tomar fotografías, a filmar y digitalizar imágenes, a dibujar, a pintar y a crear moldes y mezclas de toda clase. En esa “nueva” manera de ser artista y de producir obras resulta difícil hablar, como hablamos en el pasado, de términos como autoría o talento, y más en un punto de la historia del arte en el que cualquier superficie (una pared, una tabla de surf, una patineta, un vestido, una lámpara o una silla) puede convertirse en formato y en objeto de manipulación estética.

En nuestro mundo los conceptos de obra y de artista dependen de un complicado sistema de convenciones culturales, económicas y sociales, según las cuales un objeto cualquiera deja el anonimato y se convierte en obra de arte. Tales convenciones tienen que ver con el grado de reconocimiento público que reciba el artista y por el valor monetario que puedan alcanzar sus producciones. Suena fácil decirlo, pero no es tan simple como parece porque: ¿qué es lo que se le concede a un “artista reconocido”? O ¿qué hace que una obra sea “valiosa”?

Para contestar semejantes preguntas debemos volver a definir lo que es un artista. Si hace unos párrafos dijimos que un artista es una persona que utiliza los recursos que su época pone a su alcance para hacerse preguntas sobre sí mismo, sobre su entorno y sobre los materiales con los que trabaja, también debemos decir que es el artista quien provee a la sociedad de nuevas y arriesgadas miradas a las cosas más simples, a los objetos más cotidianos, a las costumbres más comunes. Un artista se vuelve “reconocido” cuando sus preguntas y sus nuevas miradas golpean a la sociedad en que vive, cuando ésta no sólo acusa recibo del impacto, sino que reacciona ante él… Obviamente, hay sociedades estúpidas que no se dan cuenta —o no quieren darse cuenta— de las bofetadas que están recibiendo de parte de sus propios artistas. Con tristeza hay que decir que así son los pueblos fracasados que no le dan importancia a ninguna manifestación cultural.

Pero, volviendo al tema que nos ocupa, todo aquello que no entre en el sistema de convenciones ya mencionado, de ningún modo se considera Arte. Muchas veces el papel que cumplen hoy los artistas y los intelectuales es mostrar, contra viento y marea, que ciertos discursos tienen suficientes méritos para cumplir con tales convenciones. Por eso trabajan con la estética de otros medios; por eso producen historietas, videos, programas de radio y películas; por eso se tatúan, graban discos, producen libros, fotocopian fanzines, diseñan objetos y creen que legitiman con su trabajo la contundente existencia artística de tales discursos, cuando en verdad es al revés. El artista contemporáneo llega a medios y a discursos que son legítimos desde hace años en la cultura popular. Sólo aquel artista que sea capaz de cuestionarse a sí mismo desde esos medios y de cuestionarlos a ellos, estará haciendo un verdadero trabajo importante.

El arte tiene varias caras: una que genera la mirada transversal que puede estar en todas partes, otra que produce el star system de las legitimaciones y otra que supone que el arte es un espacio para realizar experimentos estéticos. Quizás es en esta última instancia donde la institución artística golpee con más fuerza a la cultura. Hoy es fácil ver exquisitas vallas publicitarias en las que se exhiben fotos de altísima calidad; también se pueden encontrar revistas y comerciales televisivos con un delirio y una poesía visual que ya quisieran para sí algunas obras de eso que llamamos, casi con pedantería, arte contemporáneo. Allí probablemente no haya grandes artistas tal como los conocimos en el pasado; es posible que haya grandes firmas publicitadas a la manera de marcas comerciales y que bajo ellas se amparen los talentos de decenas de verdaderos artesanos cuyos nombres sólo aparecerán en el colofón de una revista o en los créditos finales de una película. Hoy, como en la edad media, el oficio artístico visto en su dimensión artesanal depende de proyectos colectivos que convierten a cada artista en un sujeto anónimo. Si no lo creen, pregúntense cuántos fotógrafos, maquilladores, escenógrafos, diseñadores, arquitectos, músicos y escritores trabajan en una cinta de Hollywood, en la portada de un disco, en un concierto de rock o en un desfile de modas.

¿Y dónde está el arte contemporáneo?

Pese a lo que los expertos y los fanáticos digan, el arte más importante de nuestro tiempo no se encuentra en museos y galerías; se encuentra en la calle, en los centros comerciales, en la ropa de la gente, en la televisión, en el cine, en la radio, en la internet, en la publicidad, en cualquier supermercado y en todos los rincones del planeta. El poder seductor del arte (visto como una intervención sobre las formas) se ha esparcido por el mundo con una fuerza inusitada que sólo se explica por la necesidad de que todos los objetos de consumo que nos rodean estén cargados de algo que los haga parecer únicos a pesar de ser producidos bajo un sistema industrial y masivo. Hoy, por ejemplo, es fácil encontrar en una tienda cualquiera un simple cepillo de dientes, un peine o un tenedor diseñados para que simulen una dimensión espiritual, aunque hayan sido diseñados bajo variables de economía y mercadeo. Y aún más: el arte se salió de sus límites, se salió de sí mismo y de sus formatos tradicionales; quiso diseminarse en el espacio proponiendo instalaciones, obras penetrables y piezas hechas con toda clase de materiales efímeros, y terminó convertido en ciencia que decora interiores, en variante de la arquitectura, en arte que, para bien de la humanidad, vuelve más interesantes a discotecas, bares y restaurantes en el mundo entero. El arte quiso que el público interviniera, que participara y no fuese pasivo; con ello logró la expansión definitiva del arte hacia la vida cotidiana, y para demostrarlo, ahí están los karaokes, las fiestas multitudinarias con ácidos, dj’s y vj’s, los programas de radio con intervención telefónica del público, las “salas” de chats, el correo electrónico, los juegos de video, los multimedias interactivos, las máquinas de pin ball, la telefonía celular, el video digital, las teletiendas, las “líneas calientes” y un largo, larguísimo, etcétera.

Desde hace tiempo, eso que llamamos arte contemporáneo se mueve en un espacio que le da la oportunidad a cada persona de sentirse en libertad de verse a sí misma como un formato o como una obra de carne y hueso que camina por las calles y que puede decidir qué hacer consigo misma porque tiene todos los medios a su alcance. Eso nos demuestra que el arte contemporáneo se ha convertido en una prolongación de la vida, en una extensión que se hace preguntas y busca orden y coherencia. Por eso el arte (en cualquiera de sus formas) es tan importante para los que estamos vivos. Y conste que no se trata de promover la siempre sospechosa idea de que el arte “salva”; se trata de poner el acento en que una pintura, un grafiti, una película o la impresión del rostro de Jim Morrison en una franela están ahí para preguntarnos cosas, para decirnos que estamos en este precioso mundo para interrogarnos sobre nuestra propia vida y —¿por qué no?— para divertirnos.

Texto de Roberto Echeto

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