Un año sin Amy Winehouse

Mucho antes de la medida de vodka final, Amy Winehouse ya tenía bien ganado su lugar en el Olimpo de la canción. No por arbitrio del mercado o la pesquisa de sus excesos, sino por la voluntad soberana de su genio. La leona de Camden nos dejó un gran debut y un clásico inapelable como Back to black, un puñado de canciones inconclusas y algunos conciertos legendarios. Esas pruebas son la garantía de su vuelo como compositora y arregladora. Su voz, ese flow jazzístico absolutamente único, es la huella roja que marcará a fuego nuestro tiempo.

La sola aparición de Amy en la escena internacional fue, de algún modo, una revelación. En esa chica blanca de familia judía se condensaba buena parte de la música negra del siglo XX: desde el doo wop hasta las grandes voces femeninas del jazz, pasando por la matriz soul, las variaciones del reggae y el hip hop contemporáneo. A comienzos de un siglo nuevo, las ediciones de Frank (2003) y Back to black (2006) fueron una forma de barajar de nuevo. De revisar en el pasado para encontrar la huella del presente: la voz de Amy Winehouse siempre es hoy.

Desde luego, nada es casual. Criada en los suburbios de Londres por un padre melómano y una madre –atención- llamada Janis, Amy absorbió desde muy pequeña el swing de artistas como Sinatra o Sarah Vaughan. Así, mucho antes de tener su primera guitarra, ya estaba componiendo en el aire y a pura intuición. Luego, apenas ingresó en la adolescencia, comenzó a poner su voz tanto para ensambles de jazz como de hip hop: su estilo lo encontró a mitad de camino. En el momento exacto en que dejó de dividir las aguas y puso todas esas cartas sobre la mesa.

Así, la edición de Frank fue muy bien recibida por el público y la crítica, pero de ningún modo nos preparó para Back to Black. Un disco que logró la proeza de unir, en el mismo giro, vanguardia y popularidad. Pasado y futuro. Desde luego, una de las claves para encauzar su talento fue la producción: a diferencia del ámbito humano (marcado por su relación tormentosa con Blake Fielder-Civil y sus adicciones), Amy siempre supo rodearse bien en el plano artístico. Acercarse a productores como Mark Ronson y Salaam Remi, capaces de potenciar su búsqueda, de elegir los músicos indicados para llevarla a la azotea de su propio genio. También, desde luego, su gran capacidad como compositora: un plus notable para una cantante de su linaje, históricamente montado sobre las intérpretes.

El éxito transcontinental de Back to black fue tanto su gloria como su condena. La noche del 10 de febrero de 2008, cuando Winehouse recibió el record de cinco Grammys en una sola velada, resultó el gran quiebre. No porque sus hábitos personales cambiaran radicalmente, sino porque a partir de entonces todos los ojos del mundo estuvieron sobre ella. Sobre todo, encima de su vida personal. Esa maldición absurda que todos conocemos como fama se convirtió en una cárcel de puertas abiertas con la que Amy y su entorno no supieron lidiar. Sobrevinieron los titulares en la prensa amarilla, escándalos y problemas para trabajar su música. Una caída libre que el mundo presenció en primera fila y tuvo su momento culmine el 18 de junio de 2011, durante un concierto desconcertante en Belgrado.

Sólo un mes más tarde, Amy Winehouse fue hallada sin vida en su departamento de Londres. En pleno abstinencia de alcohol, una recaída le costó la vida. Tenía sólo 27 años y, queremos creer, todo por delante. Sin embargo, su muerte arquetípica fue capitalizada rápidamente por la industria, más aceitada y voraz que nunca: más desesperada. En menos de lo que canta un gallo, se publicó un buen disco póstumo (Lioness: Hidden Treasures), algunas ediciones de luxe, una biografía autorizada y ya se especula con un holograma de gira.

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